Escribe: Gonzalo Martner
El mundo sigue viviendo grandes convulsiones económicas. Desde septiembre de 2008, con la caída de Lehman Brothers, se aceleraron los derrumbes financieros desencadenados en 2007 con la crisis inmobiliaria norteamericana y se produjo una transmisión a la economía real sorprendentemente rápida en todo el orbe. No hubo desacoplamientos de ninguna área de la economía mundial. Los países industrializados entraron en recesión en el último trimestre del año, especialmente Estados Unidos, a un ritmo que ha dejado atónitos a los especialistas en coyuntura económica de los gobiernos, los organismos multilaterales y las agencias privadas. Las grandes economías emergentes, como China e India, desaceleraron sin más su crecimiento.
Para 2009, ya comienza a preverse no sólo una fuerte recesión en el mundo industrializado, sino una posible disminución del PIB mundial, con su secuela de desempleo y de destrucción del tejido productivo. Como nunca, los economistas convencionales han quedado sin discurso y han tenido que admitir que el retorno del Estado -para algunos de modo coyuntural, para otros de modo estructural- es inevitable.
Las respuestas nacionales frente a las crisis bancarias han sido dispersas y no han logrado restablecer el crédito, aunque hayan detenido brotes de pánico, lo que ya es bastante frente a la magnitud de la debacle financiera vivida. Tampoco la ausencia de gobernanza económica mundial ha permitido coordinar los planes nacionales de estímulo fiscal de la demanda, destacando por su magnitud los de Estados Unidos (con un déficit presupuestario previsto de 12% del PIB para 2009, el más alto desde 1942) así como el de China, y por su timidez los de Europa.
Aparecen medidas proteccionistas parciales aquí y allá y una contracción generalizada del comercio mundial, lo que no ayuda precisamente a sostener una actividad fuertemente afectada por la caída del consumo. Esto hace indispensables nuevos planes de estímulo fiscal para evitar el desplome de la demanda, aunque su financiamiento de magnitud colosal distraerá parte del ahorro mundial que alimenta los circuitos financieros. Deberán también los gobiernos tomar medidas más radicales de sostén de los sistemas financieros, ahora afectados por el deterioro de la economía real.
En este contexto, se espera mucho de la cumbre del llamado G 20 que tendrá lugar en abril en Londres. En particular, se espera que se sienten allí las bases de una nueva arquitectura de la economía mundial y que emerja un nuevo optimismo en los agentes económicos, que es hoy día probablemente el bien más escaso de todos. Pero tales expectativas difícilmente podrán cumplirse, pues la cumbre llega para algunas cosas muy tarde y para otras muy temprano. Muy tarde para coordinar los planes de rescate financiero y de estímulo fiscal. Y muy temprano frente al hecho de que se habrán cumplido sólo siete meses desde la debacle de la banca de inversión norteamericana y que muchas preguntas no tienen aún respuesta.
¿Podrá el G 20 ir más allá de la condena genérica de los paraísos fiscales y establecer un control sobre la circulación de instrumentos de alto riesgo basados en activos sobrevalorados? ¿Será posible estructurar una supervisión que evite futuras burbujas financieras potencialmente alimentadas por una liquidez abundante hoy provista por los bancos centrales para evitar la depresión? ¿Decidirán los estados regular el conflicto de interés en las agencias de notación y clasificación de riesgos? ¿Estarán en condiciones de regular los hedge funds especulativos y mantener una operación razonable de los fondos de cobertura de cambio y precios de materias primas? ¿Podrán los planes de gobierno ampliar la demanda mundial y contener la violenta caída de los productos y mercados claves para las economías más pequeñas? ¿Podrán asegurar flujos de financiamiento suficientes para estas economías?
En este contexto, es una gran iniciativa la realización en Chile de la Cumbre de Líderes Progresistas. Esta incluirá, por invitación de la Presidenta Bachelet, a parte de los líderes europeos del G 20 y a dos de los tres miembros latinoamericanos de este grupo, Brasil y Argentina. Un país pequeño como el nuestro tiene que estimular y estar presente al más alto nivel en todos los espacios en que se discuta la situación mundial y el futuro del progreso social. Se trata hoy para nosotros de contribuir a alertar sobre los peligros crecientes que entraña la espiral recesiva en curso, de cuya superación pronta depende evitar sufrimientos sociales considerables.
Es hora de reforzar el diálogo con Estados Unidos y Europa y hacerlo desde una mayor coordinación latinoamericana e iberoamericana, que son los espacios naturales de la proyección exterior de Chile, en un momento especialmente crítico para nuestro futuro.gdm
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