Escribe: Eugenio Tironi
Fue la sorpresa del año que acaba de terminar. Una serie de televisión sin acción, ni romance, ni violencia, ni sexo, ni desnudos, que tiene como protagonista a una familia chilena común y corriente, que transcurre a comienzos de los grises años ochenta en una zona de la antigua clase media santiaguina, se transformó inesperadamente en un suceso de rating. Se trata de "Los Ochenta", la serie emitida por Canal 13 el segundo semestre de 2008.
¿Qué hizo de su emisión un punto de encuentro familiar que reunió frente al televisor -como antaño- a diversas generaciones, haciendo que los padres indujeran a sus hijos escolares, por esa noche, a irse a la cama más tarde? ¿Por qué los chilenos nos emocionamos tan profundamente con esta serie, al punto de sentir la garganta seca o soltar algunos lagrimones, y comentar sus escenas con amigos y familiares?
Hay algo con la factura. La serie crea una atmósfera que llena de recuerdos la mente del espectador, al punto que cuesta abandonarlos para seguir la trama. Todos los detalles, desde el amoblado a los utensilios de cocina, desde la ropa al mobiliario urbano, desde los alimentos al televisor, transportan silenciosa y delicadamente al Chile de hace un cuarto de siglo. Este viaje al pasado lo experimentan no sólo los que vivieron esa época, sino también los contemporáneos, que lo tienen misteriosamente grabado en su memoria. Ese pasado, en vez de producir rechazo, genera un cierto hechizo. Una época de crisis y de cambio, donde había que adaptarse a como diera lugar a un mundo enteramente nuevo; donde la vida era dura y parecidamente austera para todos; donde había que sobreponerse al miedo y a la humillación; donde la sobrevivencia se jugaba literalmente día a día. Todo esto se despliega sutilmente a través de los avatares de la familia Herrera, con actuaciones soberbias por la empatía de los actores con sus personajes, como si a través de ellos se hubiesen propuesto exorcizar su propio pasado y el de todos nosotros. Aquí no hay lugar para los héroes: los personajes están cruzados por la duda, la ambigüedad, las contradicciones, como lo estuvo -y lo está- cada uno de nosotros.
Todo lo anterior explica en parte, pero no totalmente, el éxito de "Los Ochenta". Hay algo más que nos interpela. Algo que podríamos llamar el amor por Chile. Así; aunque huela a cliché. La serie inevitablemente induce al espectador a reflexionar en las cosas que cada uno o sus familiares han pasado para llegar donde estamos, en el formidable sacrificio que hay detrás de lo que tenemos, en lo duro que ha sido sobreponerse a tantas crisis y tantos cambios. Y uno no puede dejar de sentirse orgulloso, profundamente orgulloso, de este Chile resiliente, del Chile de los Herrera; un país modesto en metas y en bienes, donde se valora cada logro por el esfuerzo que significa, donde siempre están presentes el humor y la solidaridad, en el que se enseñan los valores del esfuerzo, del trabajo, de la rectitud, de la honestidad.
La RAE dice que la melancolía es esa "tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente, nacida de causas físicas o morales, que hace que no encuentre quien la padece gusto ni diversión en nada". El éxito de "Los Ochenta" radica en que nos mostró un Chile que ya no está y, en contraste, las limitaciones del Chile que tenemos, donde muchos no encuentran "gusto ni diversión en nada".
En un año como el que se inicia, con candidatos a granel que nos invitarán con frenesí a lanzarnos al futuro y dejar el pasado atrás, tal vez no nos quede otra que esperar una nueva temporada de "Los Ochenta" para que encuentre un espacio nuestra melancolía.
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