La casa mantenía un color amarillo opaco como los cerros mustios que rodeaban la ciudad, y olía a muebles húmedos, y durante la mañana, a comida. El lunes se almorzaban porotos; el martes, charquicán; el miércoles, guiso de acelga; el jueves, estofado; el viernes, pastas con salsa de tomate y el sábado, pescado. Los domingos comían empanadas y una escuálida sopa de sobre Maggi, con trocitos de pan frito –los preferidos de Isidora-. Y cuando no había plata, la receta era: huevo frito con algo. Desde las ventanas –en dirección a la calle- el mar aparecía recortado como celuloide. Entonces la película era: mar, muros, el cesante de la casa de latón del frente que le dedicaba las tardes completa a su jardín, mar, las chimeneas de la Termoeléctrica y mar. Contemplar la ciudad desde la loma que cerraba el pasaje donde estaba ubicada la casa de Dolly, era retrotraerse a un abandonado puerto industrial –por las chimenas- que desembocaba en playas desoladas de arenas grises y costas rocosas. Tocopilla se presentaba al visitante como una ciudad de calles estrechas y empinadas; con enjambres de cables en los postes; con playas artificiales; con una nube oscura sobre la ciudad visible desde la empinada entrada norte –cuando se viene de Iquique-; con una descontrolada vegetación en la plaza; con una piedra que había que mirar tres veces para entender que se trataba de la piedra del camello; con hoteles con piso de parquet y habitaciones con lavamanos incluidos; con cantinas ruidosas y otras más desoladas con neón recortado; con poca iluminación; con una calle de comercio con maniquíes mancos, despellejados y a medio vestir; con un muelle donde ya era una quimera ver un falucho desembarcando albacoras; con un par de rojos restoranes chinos de buen aroma; con un estadio a medio construir; con una gasolinera sacada de hace 20 años; con un tufo a harina de pescado en la salida norte; con un mercado donde lo mejor era el sándwich de cojinova; con olor a madera humedecida; con una historia de artistas donde sobresalía el psicomago Alejandro Jodorowsky quien sobre Tocopilla apuntó en su libro la “Danza de la Realidad”, Tocopilla es el nombre de mi pueblo natal, un pequeño puerto situado, quizás no por casualidad, en el paralelo 22. Porque el tarot tiene 22 arcanos”,; con un historia de deportistas donde sobresalía el futbolista Alexis Sánchez o el “niño maravilla”; con casas que proponían a los cineastas rodar una película Far West; con cerros altos, pero cortados por una zigzagueante línea férrea y con unas chimeneas “pinkfloydianas” que tiznan el cielo en medio de la ciudad. La Termoeléctrica abastece de electricidad a las minas de cobre “y le importa un comino contaminar toda nuestra ciudad quemando elementos tóxicos. La industria quema petcoke, un elemento muy barato (puede llegar a costar 1 o 2 dólares la tonelada) que resulta de la refinación del petróleo y cuya combustión libera metales pesados como el níquel –cancerígeno- y el vanadio –que causa daño progresivo a las vías respiratorias”, escribió una columnista del diario. Por la contaminación, el cáncer aquí es como los resfríos, dijo un sismólogo japonés.“La región de Antofagasta tiene la tasa más alta de cáncer en Chile, según estudios del Colegio Médico. Tocopilla tiene la tasa de cáncer más alta en la Región de Antofagasta. El éxodo de las nuevas generaciones ha sido una constante”, escribió la misma columnista.Tocopilla, a principio del Siglo XX, competían con Iquique como el principal puerto de exportación de salitre en Chile, que era lo mismo que decir que fueron los principales puertos de exportación de salitre del mundo. La debacle del salitre en Chile, por el –ya maldito- invento alemán del salitre sintético marcó el estancamiento del puerto. Nunca fue como ayer, se quejaban los viejos majaderos que insistían que siempre el pasado es mejor. Dolly, por supuesto era de aquellas; a pesar que después de la crisis del salitre para colmo devinieron dos grandes desastres naturales y la ciudad nunca logró levantarse, a pesar del empeño de sus habitantes. El peor temporal que se recuerde en Tocopilla, provocó un aluvión que sepultó a más de 60 personas. Fue la primera gran catástrofe en el puerto. Sólo las generaciones más antiguas mantenían el recuerdo del funesto 26 de julio del año 1940. Además de los muertos, la tragedia dejó a mil 500 damnificados. Dolly recordaba que el techo de su casa -construida en pino oregón a principios del siglo XX por encargo de sus abuelos- no resistió el agua. Varios meses duró el tufo a madera podrida. La otra grades catástrofe de Tocopilla vinieron desde la Tierra. En 1967, un miércoles 20 diciembre, se produjo el primer gran terremoto. La magnitud nunca quedó clara. El sismo dejó a un gran porcentaje de tocopillanos en la calle. Algunas casas se desplomaron y otras quedaron agrietadas. La ayuda llegó tarde y nunca se cumplieron las promesas de reconstrucción de la ciudad. Lo más trágico de ese terremoto fue la muerte de una niña, después del desplome de un muro. El terremoto sorprendió a Dolly en el patio de su casa. Tenía 22 años. Tras el movimiento y los gritos salió desesperada a la calle. Con su marido se reencontró cuando en el cerro. La gente temía a la gran ola que destruyó Valdivia, en 1960. Esa no vez no llegó el Tsunami. Cuando a Dolly le preguntaron dónde la sorprendió el último temblor, la mujer, con una mueca de disgusto en su rostro, atinó a exhibir su mano vendada. Repitió varias veces el mismo ejercicio en el mercado. Tocopilla era una ciudad pequeña -20 mil habitantes- y la mayoría, en especial entre los más antiguos, se conocían. En el hospital –que crujía como quien parte una galleta de soda en cada temblor- le dieron más importancia a la subida del azúcar que a su mano quemada con caldo de pollo. Después de la inyección de insulina, estuvo cuatro horas tendida en una camilla. Isidora, su nieta, estuvo a su lado. En los últimos diez años se produjeron dos terremotos en el norte de Chile y sur de Perú, ambos superiores a los 6 grados Richter de intensidad. Los sismólogos esperaban un grado 7,5 Richter, frente a Tocopilla y con Tsunami. Magda le decía a Isidora, su hija de cuatro años, que Dios, de vez en cuando, le contaba chistes a La Tierra y ésta se reía, a veces a carcajadas y todos nos movíamos por la alegría de La Tierra. Para la niña, La Tierra era como una carita redonda con los ojos grandes, siempre sonriente. A veces la pintaba verde, a pesar que nunca había estado en un bosque. Tocopilla era una ciudad costera en el Desierto de Atacama. En Tocopilla lo único verde era el pasto de la plaza como de la avenida. Magda estaba en la agencia de Tur Bus cuando sintió el temblor. Retiraba los pasajes para viajar en la mañana del viernes, a Santiago. El sábado, en la noche, comenzaría a trabajar. Luego de unos minutos volvió la luz, y con esto Magda pudo elegir el asiento del bus donde pasaría sentada más de 24 horas. En el terminal de buses de Santiago se enteró de la noticia. Lo primero que se le vino a la mente fue el rostro de Isidora, sus ojos, su cara de terror y en consecuencia el llanto desesperado, pero para llegar a este final –obligado en mérito de la historia- es necesario contar la serie de hechos que desencadenaron la partida de Magda a Santiago y el abandono de su familia. Es de pero grullo decir, en todo caso, que nadie sabe a ciencias ciertas cuando se va a producir un terremoto, esto de algún modo exculpó a Magda aunque nunca se perdonó no haber estado en ese momento junto a quienes más amaba.
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