Escribe: Antonio Arbeig
El pasado mes de octubre, cuando algunas voces y gestos quebraban tímidamente el respeto reverencial al rey Juan Carlos I, el propio monarca se encargó de recordar públicamente que bajo su reinado los españoles habíamos vivido la etapa más larga de libertad y prosperidad de toda nuestra historia.
No voy a discutir esta afirmación, demasiado pretenciosa en un país como el nuestro, ni quiero analizar el grado de corresponsabilidad de la corona en los avances sociales de los últimos años. Me interesa señalar que la extraordinaria duración de su reinado puede ser motivo de orgullo particular para él; desde que llegaron los Borbones sólo los breves reinados de Fernando VI y Alfonso XII transcurrieron con normalidad, pero debería ser motivo de preocupación para los monárquicos, sean convictos o confesos.
Esta declaración del rey recuerda demasiado a los "XXV Años de Paz" del Franquismo, aquella cínica campaña publicitaria maquinada por Manuel Fraga que precedió a la larga agonía del régimen dictatorial.
Hoy como entonces, las más de tres décadas transcurridas desde las primeras elecciones generales de junio de 1977 nos indican que hay toda una generación de españoles que ha crecido en plena normalidad democrática, que hay millones de jóvenes para los que la Transición queda lejos y el Franquismo es prehistoria, que para muchos el encaje constitucional para sustituir la legitimidad franquista de origen por la legitimidad democrática de hecho no es ni siquiera un recuerdo lejano.
A millones de españoles el rey Juan Carlos I ni les salvó del comunismo en 1975 ni derrotó al golpismo en 1981. Para ellos, el rey no tiene legitimidad porque no tiene nada que ofrecerles, nada tienen que agradecerle y nada útil hace por ellos. Sólo así se explica que el manto protector que hasta ahora ha cubierto al rey, y a toda la Familia Real, empieza a quedar ajado, mostrándonos sus gastadas costuras y sus torpes remiendos y exija la actuación represora de la Fiscalía cuando hasta ahora siempre había bastado la autocensura.
La falta de reflejos de un monarca, cuyas salidas de tono se apuntaban en el haber de su campechanía, que ha gozado de una impunidad que es la envidia de cualquier jefe de Estado, no hace más que empeorar la situación.Así pues, no estamos ante una moda pasajera y ni siquiera estamos viviendo una crisis institucional anecdótica, es algo más profundo. Por eso mismo, no conviene confundirse con los exabruptos de una derecha montaraz que el 11-M no renunció a perder el control de ni uno solo de los resortes de un Estado que ocupó patrimonialmente en 1939. Las críticas en voz baja de algunos sectores de la derecha, amplificadas sin pudor por los altavoces episcopales, no ofrecen más opción que la abdicación de un rey del que desconfían para que le suceda el príncipe Felipe, al que también cuestionan por romper las reglas casándose con una plebeya, como repite continuamente el cortesano Jaime Peñafiel.
Estamos ante un proceso de deslegitimación de la monarquía y del conjunto de la clase dirigente de un país, enfrentados a un número nada desdeñable de jóvenes que no se sienten agradecidos o atemorizados por hechos de un pasado remoto y que se están integrando como ciudadanos en una sociedad que no les gusta. El evidente progreso material de la España del siglo XXI no basta a una generación que no encuentra empleo estable, salario suficiente y posibilidades de acceso a una vivienda digna. Pero sobre todo se extiende la sensación de alejamiento o de enfrentamiento, ésta última aún minoritaria, con un modelo de participación política claramente agotado; el grito de "lo llaman democracia y no lo es" resume a la perfección este sentimiento.
Son jóvenes que se incorporaron a la vida política con la guerra de Iraq, aprobada por un puñado de políticos en contra de la opinión abrumadoramente mayoritaria de la sociedad española; son jóvenes que crecieron cuando la corrupción de los gobiernos de Felipe González nos daba un sobresalto cada mañana; son jóvenes que no participan en la política, acostumbrados a partidos y sindicatos sin afiliación y a elecciones con un índice de abstención que se acerca al 40 por 100.
No es de extrañar que muchos jóvenes creen deslegitimado al rey y que un porcentaje significativo opine lo mismo del sistema democrático.Naturalmente, estamos muy lejos de un envite revolucionario. No basta con que algunos jóvenes, muchos o pocos, cuestionen el vigente sistema democrático o se empeñen en abrir las fosas comunes de la Guerra Civil para sacar a la luz un pasado republicano muchas veces idealizado pero que ellos, ¡por fin!, pueden mirar sin temor. Es preciso que haya una alternativa real y creíble, alejada de la simple voluntad de minorías revolucionarias cargadas de dogmatismo y opuesta a un uso infantil de la violencia, es imprescindible que ese descontento de sobremesa se transforme en crítica contra el sistema imperante y en deseo de una utopía posible.
Antonio Arbeig
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