Escribe: Marcelo Mellado
Cuando un profesor de enseñanza media -que puedo ser yo mismo- comete el error garrafal de enorgullecerse de su título e instalarse entusiastamente frente a una parvada de alumnos a los que muy pronto llamará pendejos, comienza un proceso de degradación que indefectiblemente se convertirá en la máxima expresión de la barbarie.
Un lunes cualquiera, al cruzar el umbral de la fatídica puerta de la sala de clases, verá lo siguiente: un escolar haciendo la epiléptica mímica de tocar una guitarra, mientras otro simula golpear una batería, y otro más, en la misma onda rockera, imita el baboseo de un clip exhibido en MTV.
Cerca de ellos, un adolescentoide algo tímido dibuja obsesivamente la imaginería heroica de un manga japonés y unas chicas con las mechas teñidas escuchan un CD de los Linkin Park. Un paso más allá, dos belicosos púberes con espinillas ensayan golpes marciales, reproduciendo cierta hazaña pugilística del fin de semana.
En otra zona, tres amigotas suspiran a todo volumen mientras una de ellas relata minuciosamente el anecdotario de sus amoríos con un universitario carretero que la hace circular por barriadas poco santas. Otras chicas se acicalan siguiendo pautas casi profesionales, para lo cual han instalado un área-tocador en un pupitre (por nombrar así, arcaicamente, el mobiliario escolar).
En el último rincón, cinco o seis pupilos o pupilas (ya nada es distinguible) copian un trabajo que la madre de uno de ellos bajó de internet y que todos deben entregar dentro de dos horas. Quizás haya alguno que en silencio sufre el tironeo manipulatorio de la separación de sus padres y dibuja en un cuaderno, con lápiz gel, el logo de una vociferante banda rock.
Tal vez la matea del curso esté preparando una pequeña guía sobre educación cívica, mientras la volada del grupo le echa una ojeada a unos lindos versos de Neruda que encontró por casualidad en el libro de castellano. Entretanto, el profesor -que, insisto, puedo ser yo mismo- intenta comenzar una clase posible en una sala posible, frente a alumnos posibles, con contenidos posibles, en un país imposible.
Al principio, el profesor observa con detención a los alumnos. Advierte en sus rostros síntomas inequívocos de desprecio hacia su persona, pero aun así les sonríe estúpidamente, como corresponde en estos casos, tratando de establecer una mínima complicidad que pueda transformarse en una suerte de empatía.
Luego, siempre bajo error, procura indagar en sus leves identidades. Para romper el hielo, arremete con un bien intencionado chistecito (un chistecito boludo, eso sí: todo hay que reconocerlo) que produce el efecto contrario: la presunta gracia cava de inmediato su propia tumba. Uno de los muchachotes lanza una pachotada imitando al Profesor Salomón o al Che Copete.
Entonces el profesorcillo se percata de que está irremediablemente hundido en el pantano putrefacto de la educación chilensis. La consecuencia concreta de esa convicción es que no hay nada que enseñar ni nada que aprender: ya todo está fatalmente sabido.
De regreso a casa, el profesor tendrá la certeza de que los alumnos -a los que en adelante llamará exclusivamente pendejos- no son el futuro de Chile: son el más absoluto presente.
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