Escribir el mar
Juan Cameron
Hugo Montes lamenta la falta de antologías temáticas en nuestro país justamente en el prólogo de Los poetas del mar, selección publicada por la Editorial Andrés Bello en 1978. Con acierto el recopilador de El mar de los poetas nos presenta aquí más bien a autores vinculados a la imagen, o por semejanza, al inmenso océano que -para quienes nos ha acompañado desde la infancia- posee más que un motivo simplemente estético, una fuerza metafísica determinante y esencial. Es en esta comunión donde establezco como lector el afán de Fesal Chain por reunir en un solo cuerpo el trabajo de autores de tan distinta índole u origen y, al mismo tiempo, tan vinculados a esa monumental idealización.
En tal sentido el mar se torna en ese mundo otro, distante aunque siempre presente, que va junto a nosotros como ese valor opuesto justificado en el reflejo que nos da razón y existencia. El mar es un querer ser, un permanente imaginario percibido en la piel a cada instante. Por obra del recuerdo o de la palabra ha sido destinado a construir, en definitiva, un texto para acunarlo en toda su intensidad. Pero no lo poseemos, ni siquiera somos parte de aquel. A su lado, por un breve instante se nos entrega para cargarnos después con su infinita nostalgia; nada más.
Doce autores responden por su vinculación hacia este elemento en el presente trabajo. Julio Silva lo habita en el recuerdo junto a las imágenes de la infancia y sus primeras lecturas: “la mar gritaba mi madre, el mar mi padre,/mira Julio es el mar, nunca habías venido,/ la arena y los niños corriendo mojados,/ construyendo figuras, escapando al agua fría”. Es el mar de los pobres, es el balneario de Cartagena en los años 80 con sus pobres residenciales el que más tarde, en tierras lejanas, le acompaña como una imagen permanente: “Veía a Chile desde lejos y siempre,/ en todos los recuerdos estaba el mar”.
Gabriel Impaglione, el poeta argentino natural de Morón –ese hermoso lugar unido al Gran Buenos Aires en dirección al Santuario de Luján- refleja en sus textos el brillo de la superficie cuando esta esconde un mundo cargado de plata refulgente en sus profundidades: “El mar es una cinta que brilla en tu pelo” canta a su capitana, y de allí extrae la fuente de nácar, imagen de cuanto es valioso y resplandeciente a la vez.
El poeta Raúl Ocaranza, natural de Copiapó y crecido en Puerto Viejo, une mar y poesía en tanto forma y como expresión de sentimiento. La imagen de la amada es como el mar, cuando no es el mar mismo: “Tus ojos los pinto/ con el brillo del sol/ en el agua”, declara; y luego: “mi mar es una mujer/ enamorada/ que me abraza con olas/ y me desea con marejadas”. En cambio Marcelo Valdés, “poeta del mar sin casa en la playa ni lancha a motor”, como se presenta, es el fonema y la aliteración, y también el registro de una mítica Cartagena o de los asesinados por la dictadura su más estrecho vínculo. Pero el paso de la memoria es fantasmal, descubre; “y por tanto,/ y debido a todo lo anterior,/ sólo queda remar”, nos dice.
Y hay poetas que intentan habitar ese mundo; o lo desean. Para María Francisca Rivera tanto el mar como la costa integran el escenario sobre el cual ella se desplaza en una suerte de vuelo intuida por Bachelard en El aire y los sueños. El impulso amoroso la conduce entonces y “confundiéndose con el mar/ en el horizonte/ pasan cuatro caballos (…) se dibuja el quinto a distancia”. Michelle Valencia, por su parte se enfrenta a éste como a un poder superior que determina su mundo. Protegida en su refugio del insondable mar, nos dice, va hacia aquel sin embargo en busca de la entidad ausente: “me di un baño en el océano atlántico/ en la orilla de una playa desierta (…) y embriagada en sus suaves olas/ me fundí en sus aguas quietas”. Y la mexicana Zullette Andrade, para quien bucear y escribir nacen de una misma fuente, ve en los niños a quien ella enseña como maestra, como los habitantes de ese vasto océano “viviendo en palacios de papel/ y barquitos de periódicos”.
Curiosamente Juan Pablo Núñez, quien confiesa su negativa a leer poesía, declara también la intención de nadar una vez más en esas aguas para escribir, pues este es su único oficio: “¿Alguna vez les dije/ cómo terminará mi vida?/ Será en el mar de mis sueños,/ y así será”. Compromiso que en Mario Aguilar cobra vigencia histórica y oficia de testimonio: “Porque entre los abismos fantasmales del mar/ el mar como sarcófago y tumba/ se hallaban los rieles del tren/ que ataban los cuerpos de Marta y de Marcela”. Para Aguilar se trata de una entidad mayor donde yace el pasado, el presente y el futuro tanto de la historia personal como de la patria.
Pero este habitar cobra sentido en el poeta mexicano Mario Jaime, para quien nereidas y anémonas integran un mundo distinto, una naturaleza propia, tal vez con un dios y un sentido cosmogónico particular. Allí junto a una larva de pez transparentada conviven gelatinas pegajosas al color, guiños demoníacos, arcos y trapecios en un amoroso embotellamiento vial de flotación. Y para René Acevedo la simbolización tiene en cambio un sentido de dolor, de efectivo naufragio cuando no de nostalgia. Como una amante ya perdida, su imagen carga con los días perdidos ocultos ya en un fondo demasiado lejano para recobrarlos: “sé que en el mar se quedaron mi vida, mi corazón y mis sueños/ y que jamás habrá otro puerto ni otra playa/ otra lancha u otro bote/ que me hagan reflotar y sentir la calma”.
La contribución literaria de Fesal Chain en estas páginas cobra fuerza y rescata la vigencia poética de lucha en un canto de amor y de reconocimiento y en el significado que el océano Pacífico conlleva para lo popular, lo nacional y lo telúrico. Su voz nos remite a Pablo de Rokha: “cuando miro la roca que estalla/ sobre mi mar de Chile/ cuando miro a los pescadores/ que vuelven de la jornada/ popular y hambrienta/ del pescado barato y mal mirado”. El mar de Chile cobra para él importancia como símbolo y necesidad vital, ese mar “esmeralda en el día y negro como un/ subterráneo antinuclear/ de noche (…) que trae un suave olor a musgo/ en su movimiento perpetuo”.
Distintas formas de enfrentar este vacío concreto y desconocido a la vez nos ofrecen estos poetas. Y en tal medida la intención primaria del realizador, nuestro poeta Fesal Chain, la de evocar en uno solo la suma de todos los mares, está desde ya cumplida. Así al menos ha de apreciarlo el lector.
Juan Cameron
Hugo Montes lamenta la falta de antologías temáticas en nuestro país justamente en el prólogo de Los poetas del mar, selección publicada por la Editorial Andrés Bello en 1978. Con acierto el recopilador de El mar de los poetas nos presenta aquí más bien a autores vinculados a la imagen, o por semejanza, al inmenso océano que -para quienes nos ha acompañado desde la infancia- posee más que un motivo simplemente estético, una fuerza metafísica determinante y esencial. Es en esta comunión donde establezco como lector el afán de Fesal Chain por reunir en un solo cuerpo el trabajo de autores de tan distinta índole u origen y, al mismo tiempo, tan vinculados a esa monumental idealización.
En tal sentido el mar se torna en ese mundo otro, distante aunque siempre presente, que va junto a nosotros como ese valor opuesto justificado en el reflejo que nos da razón y existencia. El mar es un querer ser, un permanente imaginario percibido en la piel a cada instante. Por obra del recuerdo o de la palabra ha sido destinado a construir, en definitiva, un texto para acunarlo en toda su intensidad. Pero no lo poseemos, ni siquiera somos parte de aquel. A su lado, por un breve instante se nos entrega para cargarnos después con su infinita nostalgia; nada más.
Doce autores responden por su vinculación hacia este elemento en el presente trabajo. Julio Silva lo habita en el recuerdo junto a las imágenes de la infancia y sus primeras lecturas: “la mar gritaba mi madre, el mar mi padre,/mira Julio es el mar, nunca habías venido,/ la arena y los niños corriendo mojados,/ construyendo figuras, escapando al agua fría”. Es el mar de los pobres, es el balneario de Cartagena en los años 80 con sus pobres residenciales el que más tarde, en tierras lejanas, le acompaña como una imagen permanente: “Veía a Chile desde lejos y siempre,/ en todos los recuerdos estaba el mar”.
Gabriel Impaglione, el poeta argentino natural de Morón –ese hermoso lugar unido al Gran Buenos Aires en dirección al Santuario de Luján- refleja en sus textos el brillo de la superficie cuando esta esconde un mundo cargado de plata refulgente en sus profundidades: “El mar es una cinta que brilla en tu pelo” canta a su capitana, y de allí extrae la fuente de nácar, imagen de cuanto es valioso y resplandeciente a la vez.
El poeta Raúl Ocaranza, natural de Copiapó y crecido en Puerto Viejo, une mar y poesía en tanto forma y como expresión de sentimiento. La imagen de la amada es como el mar, cuando no es el mar mismo: “Tus ojos los pinto/ con el brillo del sol/ en el agua”, declara; y luego: “mi mar es una mujer/ enamorada/ que me abraza con olas/ y me desea con marejadas”. En cambio Marcelo Valdés, “poeta del mar sin casa en la playa ni lancha a motor”, como se presenta, es el fonema y la aliteración, y también el registro de una mítica Cartagena o de los asesinados por la dictadura su más estrecho vínculo. Pero el paso de la memoria es fantasmal, descubre; “y por tanto,/ y debido a todo lo anterior,/ sólo queda remar”, nos dice.
Y hay poetas que intentan habitar ese mundo; o lo desean. Para María Francisca Rivera tanto el mar como la costa integran el escenario sobre el cual ella se desplaza en una suerte de vuelo intuida por Bachelard en El aire y los sueños. El impulso amoroso la conduce entonces y “confundiéndose con el mar/ en el horizonte/ pasan cuatro caballos (…) se dibuja el quinto a distancia”. Michelle Valencia, por su parte se enfrenta a éste como a un poder superior que determina su mundo. Protegida en su refugio del insondable mar, nos dice, va hacia aquel sin embargo en busca de la entidad ausente: “me di un baño en el océano atlántico/ en la orilla de una playa desierta (…) y embriagada en sus suaves olas/ me fundí en sus aguas quietas”. Y la mexicana Zullette Andrade, para quien bucear y escribir nacen de una misma fuente, ve en los niños a quien ella enseña como maestra, como los habitantes de ese vasto océano “viviendo en palacios de papel/ y barquitos de periódicos”.
Curiosamente Juan Pablo Núñez, quien confiesa su negativa a leer poesía, declara también la intención de nadar una vez más en esas aguas para escribir, pues este es su único oficio: “¿Alguna vez les dije/ cómo terminará mi vida?/ Será en el mar de mis sueños,/ y así será”. Compromiso que en Mario Aguilar cobra vigencia histórica y oficia de testimonio: “Porque entre los abismos fantasmales del mar/ el mar como sarcófago y tumba/ se hallaban los rieles del tren/ que ataban los cuerpos de Marta y de Marcela”. Para Aguilar se trata de una entidad mayor donde yace el pasado, el presente y el futuro tanto de la historia personal como de la patria.
Pero este habitar cobra sentido en el poeta mexicano Mario Jaime, para quien nereidas y anémonas integran un mundo distinto, una naturaleza propia, tal vez con un dios y un sentido cosmogónico particular. Allí junto a una larva de pez transparentada conviven gelatinas pegajosas al color, guiños demoníacos, arcos y trapecios en un amoroso embotellamiento vial de flotación. Y para René Acevedo la simbolización tiene en cambio un sentido de dolor, de efectivo naufragio cuando no de nostalgia. Como una amante ya perdida, su imagen carga con los días perdidos ocultos ya en un fondo demasiado lejano para recobrarlos: “sé que en el mar se quedaron mi vida, mi corazón y mis sueños/ y que jamás habrá otro puerto ni otra playa/ otra lancha u otro bote/ que me hagan reflotar y sentir la calma”.
La contribución literaria de Fesal Chain en estas páginas cobra fuerza y rescata la vigencia poética de lucha en un canto de amor y de reconocimiento y en el significado que el océano Pacífico conlleva para lo popular, lo nacional y lo telúrico. Su voz nos remite a Pablo de Rokha: “cuando miro la roca que estalla/ sobre mi mar de Chile/ cuando miro a los pescadores/ que vuelven de la jornada/ popular y hambrienta/ del pescado barato y mal mirado”. El mar de Chile cobra para él importancia como símbolo y necesidad vital, ese mar “esmeralda en el día y negro como un/ subterráneo antinuclear/ de noche (…) que trae un suave olor a musgo/ en su movimiento perpetuo”.
Distintas formas de enfrentar este vacío concreto y desconocido a la vez nos ofrecen estos poetas. Y en tal medida la intención primaria del realizador, nuestro poeta Fesal Chain, la de evocar en uno solo la suma de todos los mares, está desde ya cumplida. Así al menos ha de apreciarlo el lector.
1 comentario:
Un abrazo desde Santiago y muchas gracias por el enlace, Fesal Chain.
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